Veo gente obsesionada por comprar. Quisiera pensar que lo
hacen como una muestra de afecto, pero veo más que eso. En sus ojos se ve pánico de no participar en la dinámica de consumo, hambre de poseer algo.
Recuerdo un documental que vi hace tiempo llamado “La
historia de las cosas”. Todos tenemos contacto directo con cosas todos los
días, a cada momento. Yo mismo estoy haciendo uso de ellas para escribir esto.
Pero poco nos detenemos a preguntarnos de dónde vienen o cuántas de ellas
queremos realmente. Este documental desglosa la economía de los materiales, esa
cadena que va desde la extracción de algún recurso natural, la transformación
de eso en alguna “cosa”, la distribución y consumo de la misma, hasta que final
e inevitablemente esta termina como basura (por cierto, el 99% de las cosas que
compramos, terminan en basura en menos de 6 meses). Y la pregunta que
implícitamente siembra este video es: ¿Qué valor tienen las cosas para
nosotros?
Volteo a mi alrededor y me hago la misma pregunta sobre el
espectáculo que observo. Queremos, a como de lugar, comprar algo. Lo que sea,
pero algo. Esa camisa me gustó, ya salió el nuevo celular, esos lentes no los
tengo, ya me hace falta otro par de zapatos. Son cosas que asumimos que
necesitamos simple y sencillamente porque no son nuestras. “¡Qué suplicio vivir
así!”, pienso. Queriendo siempre cosas que me faltan, sin límite. ¿Cuántas
camisas? ¿Cuántos zapatos? ¿Cuántos electrodomésticos quiero tener? Pongamos un
número tope. Elevado, si quieren, pero que nuestra obsesión tenga fin, para que nos resignemos de una vez por todas a que no tendremos todo y que no es necesario tenerlo. Yo no
poseo un submarino, ni una chamarra verde, pero no por eso debo ansiar tenerlas
(aunque tener un submarino estaría muy cagado, la neta).
Debo confesar que este año ha sido el más grinch en mi vida.
Quizás sea porque es la primer navidad que paso viviendo fuera de casa de mis
papás y eso disminuye el espíritu navideño. Lo más navideño que hay en mi depa
son las lucecitas del módem. Pero contrastantemente, el año en que menos
adaptado socialmente a la navidad estoy, es el que creo que más he reflexionado
acerca de la misma.
Y al estar ahí, en esa jungla de luces y falsas ofertas, pensé en aquella frase cliché de autor desconocido (por lo
menos para mi): “Las personas fueron creadas para ser amadas y las cosas para
ser usadas. La razón por la cual el mundo está tan jodido, es porque las cosas
están siendo amadas y las personas usadas” Palabras más, palabras menos (yo le
agregué lo de “jodido”, me pareció adecuado), pero estamos hablando de la
sofisticación de las cosas, incluso por encima de los afectos.
Claro que se dirá que el marketing (ah, ese pinche
marketing) nos ha inyectado con una aguja bastante fina la idea de que hoy que
es Navidad, debemos demostrarle a los que queremos que los queremos a través de
cosas. Entre más caras sean, más afecto demuestran. Pero le pido a los que lean
que me acompañen en una reflexión: ¿Qué queremos regalarle a nuestra gente? ¿En
verdad creemos que ese par de zapatos nuevos van a hacer a esa persona feliz?
¿Regalar cosas es malo? Yo pienso que no, siempre y cuando nos aseguremos de
que los motivos por los cuales lo estamos haciendo no sean ninguno de los
siguientes:
- Primero, que no surjan de la necesidad de cubrir una
ausencia nuestra. Si estuviéramos lo suficientemente cerca de alguien, sabríamos
que no es necesaria una cosa cara para que esa persona se sepa adorada. Tal vez
lo que más necesita no es un ipad o una camisa, sino que le pidas perdón o que lo escuches
(sí, aunque se oiga cursi);
- Segundo, que no sea un regalo que nos hacemos a nosotros
mismos. Que no nos gane la emoción del gran "¡Gracias!" que recibiremos al
entregarlo. Que no veamos en ese gran detalle una oportunidad de alimentar
nuestro ego con adulaciones. Es decir, que no demos para recibir. Que no
regalemos con la intención de obtener algo a cambio.
Por lo que veo, me cuesta trabajo creer que el desenfreno
por comprar, no obedece a estas dos condiciones. Hace rato publiqué una
convocatoria que estamos haciendo los de Altavoz para que la gente done un
regalo a un niño que no va a recibir obsequio alguno en estos días. Fueron
pocos los que respondieron. Al parecer, la idea de que “la Navidad es tiempo de
compartir” no resulta tan atractiva cuando no conocemos al destinatario, y por
lo tanto, no podrá agradecernos ni darnos algo a cambio.
Merece la pena preguntarnos si somos nosotros los que
poseemos las cosas o si son las cosas las que nos poseen a nosotros. No olvido
ese escrito de Cortázar que cuestiona la utilidad de regalar un reloj (si lo
actualizáramos, podríamos pensar en un celular en lugar del reloj):
“Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.”
“Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.”
Por mi parte, haré muy pocos regalos en esta Navidad. Me
aseguraré de que la razón para comprar una cosa y dársela a alguien no sea ni
el ego ni la utilidad. Me prometo que el regalo que de, será solo un acompañante
de lo verdaderamente importante: las ganas de señalar un afecto. Las pocas
cosas que obsequie tendrán como único fin provocar una sincera y duradera alegría
en quien la reciba y que esta sonrisa no dependerá del valor monetario que
pueda tener el objeto, sino lo especial y único que será.
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