Esto comenzó como un “me voy a sentar un rato a trabajar”.
Tenía muchas cosas pendientes para esta semana y la idea de trabajar por la
noche me resultaba atractiva. Empecé a planear el trabajo. Suelo hacer eso,
enumero todas mis ideas a desarrollar y cada una de mis tareas y las voy despachando.
Conforme el pendiente queda listo, lo sombreo en verde. No saben qué estética
se ve la imagen de la lista de tareas llena de luminosos verdes. Pero hoy tendrán
que quedar en amarillo. Total, ¿qué son los planes, sino límites que nos
ponemos? Mañana me despierto 1 hora más temprano y listo.
Así es como hoy empecé a pensar, a sentir, a escribir.
Dejando atrás lo inmediato, para reflexionar sobre lo que me supera.
Me cuesta trabajo pensar que en tan poco tiempo, mi percepción
de la vida ha cambiado tanto. Hasta hace unos meses, la visión era
extremadamente borrosa, debo confesarlo. Irónicamente, aunque no veía nada
claro, no me cuestionaba lo poco que veía. Era como ir en carretera, con el
vidrio totalmente empañado, pero sin detenerse a querer limpiarlo. Es más, era
ir en ese vehículo y al ver el vidrio tan imposible, decidir de ahí en
adelante, era mejor cerrar los ojos. “Total, si no voy a ver nada, pues que no
sea nada, nada”. Extraño, pero tomaba lo que me sucedía como dado sin detenerme
a preguntar por qué estaba ahí. Difícil admitirlo, pues si algo reconozco que
ha permanecido conmigo durante toda mi vida, desde niño, es la curiosidad por
querer saber más de todo. Quizás quería saber de todo, de todo excepto de mi.
Y mientras yo seguía con mis ojos cerrados fuerte fuerte (ya
saben, hasta arrugando la frente con tal de cerrarlos más fuerte) empezaron a
llegar momentos, personas, libros e inexplicables inspiraciones que marcaron mi
proceso de transformación. Fueron piezas precisas, que no pudieron haber sido
puestas en un orden distinto, que no hubieran funcionado si no hubieran
sucedido tal y como sucedieron. No llegaron ni un segundo antes ni un segundo
después. Debo confesar que saberme parte de un plan tan perfecto me asustó.
¿Por qué llegó esa pregunta a mis oídos? ¿Por qué aquel libro fue puesto en mis
manos? ¿Por qué, justo cuando lo necesitaba, se me confrontó de esa forma? ¿Por
qué llegó la desilusión, la inspiración, la ansiedad, la tranquilidad, la paz…
justo cuando debía llegar? Esto me desarmó, debo decirlo, me tumbó. Yo que
tanto me preocupaba por tratar de planear lo que venía, tratar de anticiparme,
tratar de calcular con el mayor intento de precisión posible el futuro, me
estaba dando cuenta que todo eso valía para pura madre. Nada de esto fue
esperado, nada fue proyectado y estaba pasando de la única y más perfecta forma
posible. ¿De qué me podía servir una mente obsesiva si de todas formas lo que
ocurría me superaba por mucho?
Es aquí donde quiero detenerme un poco para hablar de la
mente. O como me gusta llamarle: la puta mente (nomás, pa que sepa que no me
cae tan bien). Soy intenso, para bien y para mal, soy romántico y mi maquinaria
mental nunca para. Una idea puede dar mil vueltas en mi cabeza, puedo
visualizar con mucha precisión todos los escenarios que esa idea traería en
consecuencia y me preparo para cada uno de ellos, sobre todo para el peor. No
sé qué carajos pasó en mi vida que hizo que me cueste tanto ilusionarme. Mucho
tiempo pensé que pensar mucho era una cualidad. Quizás por eso, no se me
ocurría explorar la posibilidad de detenerla. En muchas situaciones, pensé que
gracias al uso de ese artefacto, podía sacar ventaja en situaciones
específicas. En escuela, la empresa o hasta momentos personales, volteaba a ver
a mi mente y le decía: “bien jugado”. Pensaba (tonto, lo sé) que yo era mi
mente. Entre más engrasara la maquinaria mental, entre más la ejercitara, mejor
persona sería, mejor me iría. Esa “identificación con la mente” me hizo creer
de más en ella, pues ya no solo le confiaba cuestiones intelectuales, sino que
también le entregaba lo trascendente. El espíritu, la vida, el amor… todo lo
analizaba con la mente (claro, pensaba que era la mejor parte de mi). Muchas
cosas debieron suceder para que lograra ser consciente de esto. Tiene lógica,
tenía que llegar algo más fuerte que la propia mente para que pudiera darme
cuenta. Y llegó.
Hoy, después de mucho tiempo de titubeo, rechazo a mi mente.
Le regalo la oportunidad de tomar decisiones en el presente, de problemas que
están en frente, pero le prohíbo que siga pensando escenarios futuros y, sobre
todo, reviviendo momentos del pasado. Mi mente es un gran jugador de futbol.
Quizás el más talentosos de los elementos del equipo, pero no el único ni el
que tiene la última decisión. Soy mucho más que ella y tengo el poder de
decirle cuándo sí y cuando no puede entrar al campo de juego. Soy el
entrenador, el dueño del equipo, el que contrata o despide. Así que te llego el
tiempo, puta mente. O te limitas a la parte que te toca hacer o te vas para
siempre de este lugar. Debes entender que yo no soy tu y, sobre todo, que no
tienes la última palabra. Esa no la tientes tu, ni yo, ni nadie… y justo eso es
lo que hace a la vida una pieza musical hermosa, improvisada, pero perfecta.