jueves, 19 de diciembre de 2013

Cosas, cosas y más cosas.

Veo gente obsesionada por comprar. Quisiera pensar que lo hacen como una muestra de afecto, pero veo más que eso. En sus ojos se ve pánico de no participar en la dinámica de consumo, hambre de poseer algo.



Recuerdo un documental que vi hace tiempo llamado “La historia de las cosas”. Todos tenemos contacto directo con cosas todos los días, a cada momento. Yo mismo estoy haciendo uso de ellas para escribir esto. Pero poco nos detenemos a preguntarnos de dónde vienen o cuántas de ellas queremos realmente. Este documental desglosa la economía de los materiales, esa cadena que va desde la extracción de algún recurso natural, la transformación de eso en alguna “cosa”, la distribución y consumo de la misma, hasta que final e inevitablemente esta termina como basura (por cierto, el 99% de las cosas que compramos, terminan en basura en menos de 6 meses). Y la pregunta que implícitamente siembra este video es: ¿Qué valor tienen las cosas para nosotros?

Volteo a mi alrededor y me hago la misma pregunta sobre el espectáculo que observo. Queremos, a como de lugar, comprar algo. Lo que sea, pero algo. Esa camisa me gustó, ya salió el nuevo celular, esos lentes no los tengo, ya me hace falta otro par de zapatos. Son cosas que asumimos que necesitamos simple y sencillamente porque no son nuestras. “¡Qué suplicio vivir así!”, pienso. Queriendo siempre cosas que me faltan, sin límite. ¿Cuántas camisas? ¿Cuántos zapatos? ¿Cuántos electrodomésticos quiero tener? Pongamos un número tope. Elevado, si quieren, pero que nuestra obsesión tenga fin, para que nos resignemos de una vez por todas a que no tendremos todo y que no es necesario tenerlo. Yo no poseo un submarino, ni una chamarra verde, pero no por eso debo ansiar tenerlas (aunque tener un submarino estaría muy cagado, la neta).

Debo confesar que este año ha sido el más grinch en mi vida. Quizás sea porque es la primer navidad que paso viviendo fuera de casa de mis papás y eso disminuye el espíritu navideño. Lo más navideño que hay en mi depa son las lucecitas del módem. Pero contrastantemente, el año en que menos adaptado socialmente a la navidad estoy, es el que creo que más he reflexionado acerca de la misma.

Y al estar ahí, en esa jungla de luces y falsas ofertas, pensé en aquella frase cliché de autor desconocido (por lo menos para mi): “Las personas fueron creadas para ser amadas y las cosas para ser usadas. La razón por la cual el mundo está tan jodido, es porque las cosas están siendo amadas y las personas usadas” Palabras más, palabras menos (yo le agregué lo de “jodido”, me pareció adecuado), pero estamos hablando de la sofisticación de las cosas, incluso por encima de los afectos.

Claro que se dirá que el marketing (ah, ese pinche marketing) nos ha inyectado con una aguja bastante fina la idea de que hoy que es Navidad, debemos demostrarle a los que queremos que los queremos a través de cosas. Entre más caras sean, más afecto demuestran. Pero le pido a los que lean que me acompañen en una reflexión: ¿Qué queremos regalarle a nuestra gente? ¿En verdad creemos que ese par de zapatos nuevos van a hacer a esa persona feliz? ¿Regalar cosas es malo? Yo pienso que no, siempre y cuando nos aseguremos de que los motivos por los cuales lo estamos haciendo no sean ninguno de los siguientes:

- Primero, que no surjan de la necesidad de cubrir una ausencia nuestra. Si estuviéramos lo suficientemente cerca de alguien, sabríamos que no es necesaria una cosa cara para que esa persona se sepa adorada. Tal vez lo que más necesita no es un ipad o una camisa, sino que le pidas perdón o que lo escuches (sí, aunque se oiga cursi);
- Segundo, que no sea un regalo que nos hacemos a nosotros mismos. Que no nos gane la emoción del gran "¡Gracias!" que recibiremos al entregarlo. Que no veamos en ese gran detalle una oportunidad de alimentar nuestro ego con adulaciones. Es decir, que no demos para recibir. Que no regalemos con la intención de obtener algo a cambio.

Por lo que veo, me cuesta trabajo creer que el desenfreno por comprar, no obedece a estas dos condiciones. Hace rato publiqué una convocatoria que estamos haciendo los de Altavoz para que la gente done un regalo a un niño que no va a recibir obsequio alguno en estos días. Fueron pocos los que respondieron. Al parecer, la idea de que “la Navidad es tiempo de compartir” no resulta tan atractiva cuando no conocemos al destinatario, y por lo tanto, no podrá agradecernos ni darnos algo a cambio.

Merece la pena preguntarnos si somos nosotros los que poseemos las cosas o si son las cosas las que nos poseen a nosotros. No olvido ese escrito de Cortázar que cuestiona la utilidad de regalar un reloj (si lo actualizáramos, podríamos pensar en un celular en lugar del reloj):

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.”

Por mi parte, haré muy pocos regalos en esta Navidad. Me aseguraré de que la razón para comprar una cosa y dársela a alguien no sea ni el ego ni la utilidad. Me prometo que el regalo que de, será solo un acompañante de lo verdaderamente importante: las ganas de señalar un afecto. Las pocas cosas que obsequie tendrán como único fin provocar una sincera y duradera alegría en quien la reciba y que esta sonrisa no dependerá del valor monetario que pueda tener el objeto, sino lo especial y único que será.



viernes, 6 de diciembre de 2013

Lavarse los dientes frente a la ventana.




Nada más bello que lavarse los dientes frente a la ventana cuando la ciudad empieza a dormirse. Esto ya se está convirtiendo en un ritual de fin del día que comienza cuando cierro la puerta de mi cuarto. Eso significa que el día para los demás terminó y que ahora viene mi parte. El siguiente paso es conectar el iphone a las bocinas y poner algo de música. Es difícil de describir lo que sucede cuando se escucha la primer canción, invariablemente cuál sea esta. Es mi momento de triunfo sobre el mundo. Es una transición perfecta: por una parte, de decirme a mi mismo que pude con un día más, pero por otra, que no tarda en aparecer otra nueva oportunidad.

El cepillo ya está llegando a los molares y la ciudad cada vez se pinta más de negro noche y amarillo luz. Y la mente sigue trabajando. Pensando, aunque no lo quiera así, en lo que el día que está terminando me trajo y lo que se llevó. “Pude haber hecho mejor esto”, “Me faltó hacer aquello” es lo que normalmente circula por mi cabeza en esas reflexiones. “Pero va, mañana puedo hacerlo mejor.”. Y ahí el estómago me da un jalón, como queriéndome avisar algo. Y no, no es un retortijón, mi digestión no acostumbra llegar a esa parte del proceso en la noche. Es la sacudida del cuerpo que me grita “Claro, mañana… siempre y cuando haya mañana.”. Recuerdo una vez que mi amigo Adrián y yo queríamos platicar, pues su posgrado fuera de Guadalajara había impedido que lo hiciéramos de manera suelta como nos gustaba amistar. Salieron algunas cosas de chamba y le dije que si podíamos cambiar nuestra cita para el día siguiente y me contestó: “Claro, no hay problema. Lo bueno es que hay mañana.” Seguramente no se dio cuenta, pero me dejó pensando muchísimo. ¿Cuántas cosas no postergamos confiando en la incertidumbre del mañana? Y aunque sé que mi cuarto es un lugar seguro, nada me garantiza que el siguiente amanecer estará ahí… pero aún así, es inevitable que en ese momento, mientras el cepillo sigue frotando sus cabellos con mi boca, yo pienso en el mañana que vendrá, espero.

La pasta de dientes comienza a lastimar mis papilas gustativas. Al final, no hay que olvidar que es un ácido que nos metemos para limpiar lo que nosotros mismos ensuciamos. Pero yo sigo ahí en la ventana, contemplando. 

Hay veces que veo el mundo que me rodea y solo siento que no lo aguanto. Yo creo que por eso a la gente le gusta mantenerse distraída. Rápido, hay un momento de silencio, prende la televisión antes de que empecemos a pensar en lo que nos supera. Corre, pásame el celular, no vaya a ser que me sienta solo y en esa soledad me empiece a conocer. Yo ayer me di cuenta que no me gusta comer botanas mientras veo una película. Puedo hacerlo, claro, no es como que vaya a explotar si como una papita llena de chile mientras la película corre, pero prefiero comerme todo lo que pueda antes de que empiece, para así no tener otra distracción más que la película misma. Y saben ¿por qué me di cuenta? Porque estaba solo. Seguramente si estuviera viendo esa película con alguien más, mientras las reflexiones sobre las papitas y la película empezaban a suceder, mi acompañante me distraería con un “me pasas mi vaso, por favor” y yo se lo pasaría gustoso, sin darme cuenta que mi trascendencia acababa de ser coartada. 

Y así nos pasamos mucho tiempo. Huyéndole a las tremendas realidades. Mirando con precaución el cielo, el mar o nuestro interior, pues esas 3 cosas vistas con profundidad tienen el riesgo de, en su inmensidad, hacernos sentir locos… Pero carajo, no podemos pasarnos la vida tapándonos los ojos ante la grandeza del vacío, despertando sin despertar, observando sin observar y viviendo sin vivir. No digo que yo lo haya logrado. A veces el mundo también me distrae tanto que me olvido de lo importante por atender lo urgente, pero mientras tenga mi ventana y mi cepillo de dientes, seguiré haciendo el lavado de dientes más largo de la historia. De cualquier forma, lo peor que pudiera pasarme es que se me salgan varios suspiros y no tengo problema con eso, al fin y al cabo estos tendrían un agradable olor a menta.

sábado, 12 de octubre de 2013

Universo Delimitado

En la figura que se llama oxímoron,
se aplica una palabra un epíteto que parece contradecirla;
así los gnósticos hablaron de una luz oscura;
los alquimistas, de un sol negro.
Jorge Luis Borges.

Aclaro el concepto de “oxímoron” porque le da sentido al título. Hablamos del 12 de octubre, del día del encuentro de varios mundos para formar uno solo, pero no hay que dejar de señalar que seguimos dándole vida a un oxímoron, seguimos viviendo en un Universo Delimitado.

Día de la Raza es el nombre con que se denominaron inicialmente en la mayoría de los países hispanoamericanos las fiestas en conmemoración del avistamiento de tierra, atribuido generalmente a Cristóbal Colón por estar al mando, pero que en realidad fue por el marinero Rodrigo de Triana en 1492, luego de haber navegado más de dos meses. Posteriormente ese lugar fue llamado América.

Es innegable que el día en que una parte del mundo descubrió que existía otra, con formas de vida totalmente distintas, pero seres igualmente humanos, se contribuyó fuertemente a la universalidad del universo, es decir, a que fuéramos un solo mundo, un todo. Pero ahora que estamos por festejar el aniversario de dicho descubrimiento, quisiera invitar a la reflexión sobre el avance que hemos tenido en la destrucción del oxímoron “Universo Delimitado” o si seguimos fragmentando al mundo.

Sin duda alguna, el avance en comunicaciones, tanto en carreteras, como en tecnología, ha contribuido al acercamiento, pero no hemos logrado quitarle los límites al universo.

Y con esto no me refiero a temas de globalización económica, a derribar las fronteras comerciales o tratados de libre mercado, sino al sentido más profundo, más elevado… el de vernos todos sin colores, nacionalidades, religiones, partidos políticos o diferencias de pensamientos, al de vernos todos como humanos.

Hoy en día todas las noticias llegan rápido de un lugar a otro. En unos segundos nos enteramos del Caso Fritzl, aquel electricista austriaco que encerró en un sótano y abusó sexualmente de su hija durante 24 años y tuvo con ella 7 hijos (que a la vez eran sus nietos), todo mientras él vivía con su esposa en el piso de arriba, fingiendo una vida normal. Pero esa misma velocidad de la información nos arrebató la capacidad de asombro. Como Austria suena lejano, dejamos de sentir indignación por ese acto y en unos segundos pasamos a ver en YouTube algún video de gente que se cae.

Es por eso que hoy, en el Día de la Raza, me gustaría hacer un llamado a la humanidad. No es el llamado a algo extraordinario, de hecho lo que les quiero pedir es instintivo y natural, tanto que si simplemente nos permitiéramos ser, lo estaríamos cumpliendo. La invitación es a que SEAMOS HUMANOS. A que dejemos de lado si aquella persona que está sufriendo homosexual o hetero. A que no pensemos si al que se le está negando la entrada al país es holandés o guatemalteco. A que nos olvidemos si el que murió en guerra es musulmán o cristiano. A que superemos lo pequeño que nos puede separar, como la visión política, económica o posición social y nos centremos en lo grande que nos une, la especie y espíritu. A que comencemos a vernos como hermanos, pertenecientes a una misma generación, habitantes de un mismo planeta, compartiendo pensamientos, sentimientos  y actos, entendiendo que el paso por aquí es temporal y qué mejor que hacerlo juntos, ayudándonos, empujando al mundo para el mismo lado. Aprovechemos el Día de la Raza y hagámonos una sola raza. Una raza unida y fraterna que a partir de ahora y cada vez más rompa el oxímoron y lo convierta en pleonasmo para que podamos decir: vivo en un Universo sin Límites.


miércoles, 21 de agosto de 2013

Correr desnudo por Chapultepec




¿Estoy loco yo o están locos los demás? Es una pregunta que torturó a Einstein hace mucho tiempo y que hoy me tiene igual de angustiado. No me estoy comparando con Albert, tranquilos. Seguramente, además de él y yo, muchos nos hemos hecho esa pregunta continuamente.

Hoy, 21 de agosto, puedo decir que tengo la respuesta: Estoy bien pinche loco. Y, por si no lo sabían, en los grados de locura, el nivel “bien pinche” es el más alto que existe. Lo dice la ciencia, a mi no me digan.

No sé si para que me lo crean a plenitud y se hagan a la idea de mi enloquecimiento sea necesario que salga desnudo a la calle o empiece a hablar con los animales. Si es así, puedo hacerlo eh, sin problemas. Lo que sea porque de una vez por todas me vean pasar y digan: “Ese wey está loco”. Y cuando el otro pregunte: “¿En serio?” ustedes puedan decir: “Sí, lo vi encuerado corriendo por Chapultepec”. Así ya no quedarán dudas y podré pasearme por ahí con una etiqueta en la frente (implícita, no visible) que diga “Cuidado, hombre con deformaciones mentales”.

Sí, creo que es lo mejor que me pudiera pasar. Júzguenme loco, por favor. El ruido interior y exterior necesita ser callado con un determinante: “¡Basta! Estoy loco.”.

Recuerdo una conversación que tuve hace tiempo con un gran amigo, egresado de Psicología, con maestría y todo el Pedigree que quieran. Aquel día me decía que, de alguna forma, lo que él intentaba hacer cuando tenía un paciente, no era “estabilizar” la mente, sino administrar la locura. “Lo mejor que podemos hacer frente a la vida, es sabernos locos” recuerdo que me dijo.

Y no es el único. Naoko le escribió a Toru algo muy parecido. Naoko es aquella bonita japonesa de 20 años, coprotagonista de Tokio Blues, novela de Haruki Murakami, quien después del suicidio de su novio, se interna en un Sanatorio (Residencia AMI), desde donde escribe esta descripción del lugar donde se encuentra con destinatario el personaje principal (repito, está en un manicomio):

“Me sucede algo extraño, cuando miro a mi alrededor dejo de discernir quién es quién y todos me parecen deformados.

Un día se lo dije a mi medico y me respondió que mi impresión era, en cierto modo, correcta. Me explicó que no estamos aquí para corregir nuestras deformaciones, sino para acostumbrarnos a ellas. Afirmó que uno de nuestros problemas (de los locos) es la incapacidad de reconocerlas y aceptarlas. Y que, al igual que todos los seres humanos, tenemos un modo peculiar de andar, de sentir, de pensar y de ver las cosas, y que, por más que intentemos corregirlas, jamás lo conseguiremos. Al contrario, si intentamos corregirlas a la fuerza, únicamente lograremos que se resientan otros aspectos. No hace falta decir que esto es una simplificación y que sólo recoge una parte de los problemas que tenemos, pero entendí muy bien lo que trataba de decirme. Tal vez somos incapaces de adaptarnos a nuestras deformaciones. Y, por lo tanto, posiblemente no podamos aceptar el dolor y el sufrimiento reales que provocan. Estamos aquí para huir de todo ello. Mientras nos quedemos aquí, no haremos sufrir a los demás ni los demás nos harán sufrir a nosotros. Porque todos nosotros sabemos que "estamos deformados". Esto es lo que nos distingue del mundo exterior. En él mucha gente vive sin ser consciente de sus deformaciones. Pero en este pequeño mundo, la deformación es la premisa. La llevamos en nuestro cuerpo, al igual que los indios llevaban en la cabeza las plumas que indicaban la tribu a la que pertenecían. Vivimos en silencio para no herirnos los unos a los otros.”

Leer ese extracto clarificó muchas cosas en mi vida. La locura más grave es querer ser cuerdo. La cordura más pacífica es saberse locos.

Cuando identificamos a alguien como “loco” dejamos de pelear con él. Entendemos que se salió del molde y que será imposible regresarlo. Lo escuchamos, pero no ponemos tanta atención en la coherencia de sus palabras. “No te preocupes, está loco” decimos. Lo vemos cometer estupideces y hacer cosas que (según nosotros) no haríamos, pero no luchamos contra eso. Para qué, si está loco.

Creo que hacemos lo mismo con nosotros mismos. Si nos asumimos como trastornados, nos permitimos equivocarnos sin escrúpulo. Bajamos nuestra línea de exigencia y empezamos a querernos aún con tanta falla.

Allá ustedes y su eterna lucha por ser cuerdos o perfectos. Allá sus duros juicios con ustedes y con los demás. Nosotros los locos somos seres perdidos, que estamos en este mundo solo para regarla y disfrutar el error mismo. Nosotros los locos sabemos que no debemos apostarle a nuestras fuerzas, ni a nuestra inteligencia, ni a nuestra voluntad, sino simplemente tener fe.

Es por eso que veo en esta declaración de demencia la mejor salida a esa falsa búsqueda de perfección que a veces me agobia. A partir de esto, puedo dedicarme, por fin, a vivir. De la única forma posible que existe: con deformaciones, estupideces, malas decisiones, errores y, sobre todo, locuras, con muchas locuras.