Hoy fue un día muy extraño. Descubrí cómo se me manifiesta a
mi eso que llaman depresión. Difícilmente me verán tirado en una cama, sin
ganas de nada, con la cara mirando al suelo. Cuando algo me ahoga, mi reacción
más común es hacer más. Cuando fue mi peor momento en una relación sentimental,
me estaba cargando la chingada, pero no dejé de salir, de platicar con gente,
de trabajar, de estudiar, de leer. Incluso comencé a hacerlo más que antes.
Pero hoy me di cuenta que también me deprimo, aunque de forma distinta. Yo los
llamo días lentos.
En mis días lentos, pienso como un maldito enfermo. Incluso
pienso en por qué pienso lo que pienso, a varios niveles de profundidad.
Escucho (se los juro que lo escucho) a los neurotransmisores de mi cabeza
llevando y trayendo información. Son días que, invariablemente, hago 3 cosas: Divago;
Termino tareas pendientes estúpidas (hoy fui a desponchar la llanta de
refacción de mi coche, por ejemplo); y escribo.
Durante estos días cuestiono todo. Y como siempre que uno cuestiona
todo, termino con una sensación profunda de desilusión.
Hoy voy a escribir sobre un cuestionamiento que ha rondado
mi vida mucho tiempo y que siempre le he huido. ¿Qué es real? Me recuerdo de 8
años viéndome los brazos, tocándome la cara, escuchando mi voz y preguntándome
¿qué carajos soy? Me acuerdo que me daba mucho miedo cuando eso me pasaba. Iba
con mis papás y trataba de contarles, pero no sabía explicarles lo que me invadía.
A la fecha, no lo sé. Y como conmigo, me ronda esa rara sensación de mucho de
lo que integra mi vida. Incluso recuerdo que alguna vez hasta me puse a pensar
si mi perro era real. Lo veía y decía: “Este perro es demasiado chingón para
ser real.”. No puede alguien llevarse tan bien con su perro. Debe ser la
ilusión de un perro. O más allá, debe ser un pinche robot. Sí, algún robot
diseñado para caer bien y espiar todos mis movimientos. Pero luego me di cuenta
que no soy tan importante para eso y volví a abrazar a mi perro. Y como eso, me
he preguntado si cada miembro de mi familia es real. Están tan perfectamente
acomodados que me cuesta creerlo. La mejor madre, el mejor padre, el mejor
hermano pequeño y la mejor hermana no pueden haberme tocado todos a mi.
Hoy me sucedió esa rara duda con Alan, mi mejor amigo. ¿Será
real? Me preguntaba yo mismo. No será producto de mi imaginación, como esos
amigos que se inventan los que deben ir al psiquiatra. Seguramente si me
inventara un amigo imaginario sería como Alan. Crudo y sincero al extremo, pero
esperanzador siempre. De esos que te pueden decir “eres un pendejo” pero que
también te dicen: “pero no te preocupes, se te va a quitar.”. Bien podría ser
un invento mío. No es un amigo normal. La mayoría de los momentos en los que
convivimos estamos solos. Vive en el cuarto de al lado mío, comemos juntos
algunas veces, de repente vamos por una cerveza, nos vamos de viaje sin
importar si alguien más va… Yo no veo que eso pase mucho entre la gente que
conozco. Hablar con Alan es como hablar conmigo mismo. Incluso me responde como
yo me respondería. Es por eso que me asusta tanto en días como hoy, porque me
entra la duda de si será real o no. Si es posible tener a un amigo como él. Me
da miedo pensar que los de alrededor me escuchan cuando hablo de Alan y cuento
pendejadas que hemos hecho juntos y me digan: “Claro, eso es muy de Alan.” Pero
en cuanto me vaya digan: “Pobre, sigue pensando que ese tal Alan existe”.
Aún así, quiero pedir algo (si alguien llega a leer esto
alguna vez, que lo dudo). Si Alan no existe, no me lo digan. Permítanme continuar
con esta amistad que me hace ser mejor y mejor. Déjenme vivir la ilusión de
sentir que tuve la fortuna de tener el mejor amigo que se puede tener. No maten
a Alan, porque quizás si lo hacen, también me matarán a mi.