Nunca como hoy había sido tan consciente de mi respiración.
Me sitúo en mis pulmones y percibo perfectamente todo el proceso de intercambio
de aire que sucede en ese lugar. Ahí está la primer bocanada que entra, puedo
verla, de un color verde, puro y que
como viento, se toca ligero. Llega la siguiente renovación y el aire que
parecía perfecto, en segundos y sin darme cuenta, ya estaba convertido en un
smog estilo centro de la ciudad a las 2:30 de la tarde. Me alivia ver que esa
horrible nube gris, pesada ya se va de aquí y en su lugar entra una nueva
corriente verde, pura y ligera. Espero que esta vez no se convierta en smog,
pero espero estúpida y egoístamente. Rápidamente también sufre la polución.
Primero me resisto un poco, pero después empiezo a
comprender que el hecho de que ese aire se contamine tiene una razón de ser.
Podríamos decir que es un sacrificado, que absorbe las sustancias nocivas de
nuestro sistema respiratorio y, cual chivo expiatorio, ofrece su vida a cambio
de filtrar lo que circula por ahí. Es entonces cuando entiendo que, aunque
parezca lo contrario, es más importante y valioso el aire oscuro y pesado, que aquel
brillante y armonioso viento que entró al principio.
Estando ahí parado, dentro de mi pulmón, por más raro que
suene, empiezo a sentir miedo. Algo de
lo que me siento orgulloso, es que en estos últimos días, he aprendido a
enfrentar al miedo. No sé exactamente cuándo ni por qué, pero me doy cuenta del
error que hemos cometido como humanos al negar nuestra propia condición y crear
clichés que dicen que “no hay que tenerle miedo a nada”, que “el miedo está en
nuestra mente” y que “está en nuestras manos derrumbar todos los miedos”. Nada más falso. El miedo es uno de los
sentimientos más reales y humanos que existen. El miedo expresa nuestra
condición de frágiles, de débiles y por lo mismo nos obliga a lo mejor. Imagino
un mundo sin miedo y lo único que veo es personas autosuficientes, viviendo sus
vidas con definición, sin la necesidad de los demás, haciendo muchas cosas,
pero amando poco… Lo imagino y de inmediato lo aborrezco. Así como aborrezco la
idea de que tener miedo sea malo. Acepto y hasta quiero mis miedos. Bien
tratados, sacan lo mejor de mi.
Y no, no es claustrofobia lo que siento(porque estar adentro
de un pulmón debe causar claustrofobia, me imagino, pero no). Es miedo. Es ese miedo que regularmente
acompaña a mi constante tendencia a preguntarme el por qué de cada pinche cosa,
es el miedo de no tener la respuesta o de darme cuenta que la respuesta en la
que creí siempre, siempre estuvo mal. Y es que así fue. Creí sin dudar que un
mundo lleno de armonía, pureza y claridad, llevaría a la plenitud. Creí que los
aires verdes y limpios eran los que daban la felicidad. Hoy puedo decir con
certeza que no es así. Es en lo gris, en lo oscuro, en lo confuso y pesado,
donde se encuentra la plenitud. Simple y sencillamente porque en esos feos
vientos se esconde una parte importante de la realidad, una parte que no
podemos negar, ocultar y que ni siquiera quisiéramos eliminar. Es ahí donde
están las desilusiones, los fracasos, las tristezas, los errores, las pérdidas,
las dudas y todos aquellos sinsabores que le dan sentido a lo demás. Es ahí
donde está el miedo… Ese hermoso miedo que nos mantiene más vivos que cuando pensamos
que todo está bien.
Sigo observando el proceso de mi respiración y ese miedo
empieza a tomar forma de tranquilidad. Me doy cuenta que incluso en la
contaminación se es feliz. Entiendo que lo importante no es buscar siempre la
pureza y perfección, sino más bien confiar en que se mudará… y mientras,
disfrutar el glorioso espectáculo de sustitución de aires, donde el momento más
bello no es cuando el aire limpio acaba de entrar, sino cuando se combinan los
verdes con los grises, los puros con los sucios, formando un nuevo tono, más
completo, más estético y más perfecto incluso que sus colores madre.
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