miércoles, 1 de junio de 2016

Más grande que el mar.

Ese que va ahí es mi papá. No es una persona normal (gracias a Dios no lo es) y en condiciones extraordinarias como esta, le sale más a relucir lo “rarito”. Debo decirlo, y no porque sea mi padre, pero he visto muy pocas personas como él en este mundo. De hecho podría afirmar que son de esos que vienen cada 100 años, dejan un legado  grande en los que lo rodeamos y se van.

Su legado es más silencioso que el de otros de su especie, pero por lo mismo es más auténtico. No es un Gandhi, ni una Madre Teresa, de esos que todo mundo conoce y admira. Es más bien un Enrique, un Roberto, una Lucía o uno de esos nombres que parecen comunes, pero que en realidad son los seres que cambian a la humanidad.

Supe que me era necesario escribir sobre mi padre, ayer cuando dábamos un paseo en Kayak. Íbamos en nuestras pequeñas lanchas individuales cuando decidimos descansar un poco. Nos paramos en medio del mar y cada uno empezó a recostarse en su móvil como podía. Yo decidí quitarme el chaleco salvavidas y utilizarlo como almohada, puesto que mi cabeza no llegaba hasta el suelo del Kayak y, digamos, quedaba volando. Como encontré comodidad en esa posición, le dije: “Jefe, pon el chaleco como almohada, te acomodas mejor.” Él me hizo caso y hasta ahí nada, todo normal. Pero en cuanto se recostó lanzó una de las expresiones más bellas que he escuchado en mi vida. Desde el corazón, solo dijo: “Ahh, qué rico. Qué grandiosa es la vida.” Yo no supe qué hacer ante tan chingona escena y solo me eché a reír. Lo vi ahí, en medio de la nada, sin lujos, sin cargas de pensamientos, ni juicios complicados, simplemente disfrutando el momento. Juro que lo que yo vi no fue a una persona viviendo un momento, lo que yo vi fue al hombre más feliz sobre la tierra. Se quedó varios minutos ahí, meneándose entre las olas, dejando que estas lo llevaran a donde lo quisieran llevar, para después pedirme que fuéramos a seguir con el recorrido que, parecía, ya tenía planeado.


“Yo te sigo, pa” le dije para que siguiera guiando el camino. Yo te sigo ahí y a donde quieras. Yo te sigo aunque no siempre sepa ser como tu. Te sigo pues no hay día que no te aprenda, que no te admire. Te sigo porque tu simpleza para vivir es la máxima sabiduría humana que puede existir. Y si, Jefe, tienes razón. “¡Qué grandiosa es la vida!” Y no por el mar, no por la comodidad de un chaleco como almohada, mucho menos por la imperfección del mundo, por la ilógica maldad de muchos, ni por la lucha material de casi todos. La vida es grandiosa por gente como tu, que sin escándalo, sin reconocimiento, sin reflectores, hacen que este no solo sea un buen lugar para vivir, sino el mejor.